Al llegar a la comunidad de Ollagüe, nos da la bienvenida su impresionante volcán homónimo, inmerso en un paisaje desértico y soleado pero que, a pesar de ello, decora su cima con un relieve de nieve y humo. 

Tan imponente estructura resulta sobrecogedora ante ojos acostumbrados a cerros lisos de nuestra cordillera de la costa. Nos encontramos a 3.660 m.s.n.m y el viento dificulta el trabajo; las noches heladas se sortean a punta de té, café y frazadas varias. A la luz del día y con bastante bloqueador en la cara, retomamos los contactos establecidos con personas de la comunidad, la cual no hemos podido visitar en los últimos meses a raíz de la contingencia sanitaria que vive nuestro país producto del COVID-19. 

El encontrarse en carne y hueso con ellos se siente algo raro después de haberlas visto detrás de una pantalla, pero esa misma cercanía no friccionada por la proximidad ficticia producto de la distancia virtual es la que traerá consigo la posibilidad de que la historia escrita por una comunidad sea retransmitida con todos los afectos que amerita. 

Nos encontramos cara a cara con sus habitantes y nuestras miradas atentas se posan sobre quienes interpelan nuestros oídos mediante sus palabras. Es así como, a la distancia y de manera simbólica, ascendemos al volcán a través de la historia que sobre él se ha escrito.

Para nosotros, como equipo de psicología, el ascenso al volcán sólo es posible gracias a la guía de los habitantes de la comunidad, espacio de intercambio cultural propiciado por el lenguaje y el compartir. Los relatos de sus pobladores nos hacen saber que, probablemente, Ollagüe emerge y prospera gracias a la extracción de azufre y la industria minera asociada a tal labor, disminuyendo el número de población en los últimos años producto del cese de la industria azufrera. 

Una vez en la cima del macizo, emergen tradiciones, ceremonias y rituales compartidos por la comunidad, a la vez que conocemos cómo es que tal grandiosa estructura configura la historia que rodea a la localidad de Ollagüe, deleitándonos con su humo pronosticador de ventarrones. 

Al momento de descender del volcán, se retorna a su estado natural, observable, pero con la literatura de sus habitantes escrita en su manto. En virtud de lo anterior, se despliega la siguiente reflexión; hace un tiempo me preguntaba si la comunidad lograría percibir los riesgos naturales del volcán, ahora me pregunto qué es lo natural del volcán para las comunidades. ¿Bastará con mostrar lo peligroso que resulta vivir junto a un volcán o primero tendremos que aprender cómo es para ellos vivir en las faldas de uno? 

Si para nosotros el volcán implica un riesgo en sí mismo, para una comunidad que trabajó en sus laderas, que encaró al coloso día tras día, sin mayor protección y lo hizo parte de su vida, el volcán está lejos de representar un riesgo impredecible. ¿Qué es lo que hay que hacer entonces?, ¿pretender borrar la historia que la comunidad se ha representado sobre el volcán y luego posar nuestras palabras sobre este vacío? Yo diría que no. 

Si algo me ha enseñado la experiencia de compartir (o mejor dicho de escuchar) la historia que las personas comparten sobre sus vidas y lo que en ellas consideran importante, es que la mejor forma de hacerse escuchar, es escuchando antes con respeto y parsimonia.

Autor: Philippe Besnier Porcile, equipo de psicología, proyecto Ckelar.