Columna publicada en revista Qué Pasa – La Tercera, de Débora Gutiérrez, directora de comunicaciones Ckelar Volcanes
El volcán respira pensé, mientras sentía latir fuertemente mi corazón, como solo las fumarolas de un macizo a 5.400 metros de altura pueden provocar. Llegamos a la cima del volcán Olca, ubicado en la Región de Antofagasta, después de un largo (para mi) trayecto a pie que incluye ascensos y descensos en medios de colores intensos y terrosos en el silencioso Desierto de Atacama.
Ya eran las 10 de la mañana, pero el frío calaba hondo en el rostro, mientras que intensas bocanadas de azufre subían por mi garganta, cada vez que el viento cambiaba de dirección y peinaba al Olca en las alturas.
Unas horas antes estábamos preparando el terreno de Ckelar Volcanes –un Instituto Milenio recientemente adjudicado que se dedica a estudiar a los volcanes activos desde las mismísimas entrañas–, en la localidad quechua de Ollagüe.
Ahí pernoctamos, pero por lo menos yo, no dormí. Pensé que era ansiedad, pero la verdad es que a 3.800 metros de altura donde se encuentra emplazado Ollagüe (a más de 5 horas de la ciudad de Antofagasta), “no se duerme bien la primera noche”,aseguraron los geólogos y geólogas con muchos ascensos volcánicos en el cuerpo.
Pero temor había. Mi peor pesadilla como periodista científica era no poder “reportear” o hacer mi trabajo, pero para una mujer de más de cuarenta era simplemente no lograrlo y apunarme, por no poder resistir la altura. Fueron muchas las conversaciones internas que tuve durante el trayecto al volcán, pero mis “fantasmas” no eran casualidad. Para hacer estos recorridos necesitas un buen acondicionamiento físico, yo entrené cuatro meses, pero si soy honesta no es suficiente, se necesita tener musculatura y un peso adecuado para recorrer los caminos sinuosos hacia los volcanes activos de Chile.
Todo esto lo pensaba, mientras lidiaba con mis “desmadres” psicológicos que se desataban cuando no podía caminar más, y veía de reojo a los geólogos y geólogas que literalmente corrían en las laderas volcánicas con instrumentos que pesan muchísimo.
Una de las más grandes limitaciones en la investigación del riesgo volcánico, son justamente las enormes distancias que existen para llegar a uno de los más de 100 volcanes considerados activos en el país, muchos de ellos emplazados en el Desierto de Atacama. Solo en la Región de Antofagasta hay más de 20, el Olca es uno de ellos. En el sur de Chile, son más conocidos, porque son parte de las postales turísticas bien populares de nuestra multifacética y larga franja de tierra.
Para llegar a un volcán activo, específicamente en el desierto, casi en la frontera con Bolivia, se necesitan camionetas 4×4 que llevan a los volcanólogos a los recónditos recovecos de los volcanes. Los caminos, sinuosos y en ascenso, provocan cierto vahído a ratos, cuando ves el precipicio a tus pies, mientras las llantas de la camioneta se aferran con desesperación al polvo suelto de la tierra nortina.
Al llegar a las cercanías del Olca en cuatro ruedas, ya te encuentras a una altura sobre los 5 mil metros, y ahí los volcanólogos revisan los instrumentos instalados en forma permanente, como una cámara que monitorea al Olca en tiempo real. Además, se despliegan lo que llaman “instrumentos de bajo costo”, como cámaras UV y DOAS, que permiten hacer mediciones del dióxido de azufre en forma remota.
La doctora en Geología, Susana Layana, me explica en las alturas, que ese gas se mide en la investigación volcánica, porque existe en muy pocas concentraciones en la atmósfera, por lo tanto, si observas alzas muy grandes –y literalmente lo puedes ver mientras caminas hacia las fumarolas ya que tiene un ligero color azul en el cielo–, como es de origen magmático, podría indicar una posible erupción.
Los volcanólogos llegan a los “campos fumarólicos”, donde brota, respira y nace el volcán y, en el caso del Olca, en las cercanías del cráter, con el objetivo de tomar muestras directamente de sus fluidos. Con cascos, mascarillas y grandes zancadas, llegan hasta las alturas, para hacer “muestreos directos”.
El Olca, donde me encuentro abrazando el volcán y rodeada de vapores volcánicos, tuvo un incremento de la temperatura de sus gases, en el último año y medio, lo que despertó el interés de los y las investigadoras de Ckelar Volcanes.
Felipe Aguilera doctor en Geología y su director, me cuenta en medio de la “captura” de gases volcánicos en pequeñas ampollas que luego viajan directamente al laboratorio, que ese incremento fue bastante notorio: de 86 grados Celsius, que es la temperatura que ebulle el agua en estas alturas, a 230 grados Celsius. Esto podría propiciar cambios internos del volcán. Parte de la hipótesis que necesitan estudiar y entender –explica el volcanólogo con más de 20 años de ascensos a los cráteres–, es saber si ese incremento de temperatura asociado a gas magmático subiendo a la superficie en mayor cantidad, está relacionado con cambios normales del volcán o un indicio de actividad volcánica. Es decir una posible erupción.
Producto de ese cambio de temperatura, los científicos están haciendo muestreo directo una vez cada dos meses, y hacer un seguimiento más o menos continuo. En volcanes con menos actividad, los muestreos se hacen dos o tres veces al año. En el lugar se instaló, además, un sistema de filtración de pluma volcánica, que captura la pluma y la fuerza a pasar por un filtro de papel, que luego va al laboratorio para análisis químicos, me comenta el volcanólogo y doctor en Geología, Manuel Inostroza, en medio de las inquietas fumarolas del Olca.
Este mismo extenuante recorrido cada dos meses, pienso, mientras una enorme “nube” de azufre golpea a mi rostro. Es un penetrante olor a huevo realmente podrido, y no aguanto unas poco dignas arcadas, mientras una risa general se apodera del atareado grupo de cazadores de volcanes.
Columna publicada el día 17 julio en la revista Qué Pasa – La Tercera, ver aquí