Por: Paula Zúñiga, tesista Ckelar Volcanes UCN
Es común escuchar que el mejor maestro que podemos tener es la experiencia, sin embargo, cuando de riesgos de desastre se trata, este es el último maestro que quisiéramos tener y su costo puede llegar a ser muy grande. Pero lo cierto es que durante un evento si podemos llegar a aprender mucho, de nuestra comunidad, nuestra forma de actuar, nuestra infraestructura, por eso es importante recordar los eventos del pasado y aprender de ellos generando una cultura de prevención para el futuro.
El año 2018 fue muy comentado el desastre que produjo la erupción del volcán de Fuego en Guatemala, sin embargo, uno de los detalles que más llama la atención es que la erupción del volcán comenzó muy temprano por la mañana, sin embargo, no se vio como un verdadero riesgo hasta que ya fue demasiado tarde y los daños inevitables.
Si bien es cierto que las probabilidades y los escenarios frente a un evento pueden ser diversos, es necesario que como comunidad estemos preparados para poder tomar nuestras propias decisiones en el momento adecuado, y los eventos ocurridos en el pasado pueden ayudarnos mucho a tener una nueva postura ante el peligro.
Sin embargo, la experiencia no es la única herramienta para combatir el riesgo, otra importante herramienta es el conocimiento teórico que tenemos respecto a cómo este funciona, cómo podría desencadenarse y que medida debe tomar la comunidad para prevenirlo. Por consecuencia, es nuestra responsabilidad como científicos compartir nuestro conocimiento y saber llegar a las personas, de la manera más simple y efectiva posible.
Esto cobra especial importancia al entender que la educación sobre riesgos de desastres es una herramienta altamente poderosa, ya que, nos permite no solo conocer los procesos por los que pasa la Tierra para que se produzca un evento, sino que también, prepara a la población para tomar decisiones asertivas durante el desastre natural.
Sin embargo y quiero ser enfática en esto, la educación debe utilizarse como una herramienta que se entrega en pro de la comunidad y no como un alimento para el ego.
Esto requiere mucho más que conocimiento y afabilidad, implica empatía, darse el tiempo de conocer a las comunidades que podrían ser afectadas, escuchar de manera activa sus necesidades y trabajar desde la comunidad y sus propias experiencias; entender que lo que nosotros como científicos vemos como un peligro, para la otra persona es una realidad permanente e inofensiva, que lo que nosotros vemos como una necesidad en la educación, para el otro puede ser insignificante frente a las necesidades que enfrenta a diario. Por lo tanto, debemos respetarlo y trabajarlo desde una perspectiva empática y no impositiva.
A través del proyecto Ckelar, he tenido la oportunidad de trabajar en terreno con comunidades adyacente a volcanes y he podido presenciar lo importante que es generar lazos sólidos, cumplir con las expectativas que se proponen y generar confianza, mucho antes de empezar a hablar de riesgo natural, porque antes que científicos, somos personas.